Carta al padre*

9 Jun

Garcia Marquez3Cuando supe de la muerte de García Márquez pensé en escribir sobre él. Pero no sabía bien cómo lo haría. Mis sentimientos sobre García Márquez son contradictorios. De inmediato una pregunta cruzó mi mente y no me abandonó más: ¿por qué no tengo aquí, en mi casa en Brasil, ningún libro de García Márquez? Tengo libros de García Márquez, creo que tengo todos los libros de García Márquez en Colombia, pero no traje ninguno. ¿Qué significa eso? ¿Qué significa para un escritor o aspirante a escritor colombiano?

Sería imposible por otro lado negar la importancia de García Márquez en mi vida, en mi formación de lector y, principalmente, en mi deseo de convertirme algún día en escritor. Desde muy temprano los libros de García Márquez (y los de Cortázar y Vargas Llosa) se convirtieron en mi alimento primordial, la dosis necesaria para un viciado precoz en la lectura de ficciones. Aún hoy recuerdo la sensación de placer y una cierta urgencia que experimentaba al sumergirme en novelas como La hojarasca o El coronel no tiene quien le escriba o El amor en los tiempos del cólera, como si en sus páginas se encontrara la clave de mi destino. Muchas tardes y noches de esa adolescencia transcurrida en una pequeña ciudad del interior de Colombia las pasé encerrado en casa con alguno de esos libros.

En gran medida, pues no fueron los únicos, los libros de García Márquez abrieron para mí el camino de la literatura y confirmaron mi vocación de la escritura. Pero con los años mis preferencias literarias comenzaron a distanciarse del autor de Cien años de soledad. Y hoy, para volver a la pregunta inicial de este escrito, tengo en casa todos los libros de Fernando Vallejo y no tengo ningún libro de García Márquez. Y me siento como un hijo malagradecido, como un hijo que abandonó a su padre, o peor inclusive, como un hijo que traicionó a su padre. Perdóname García Márquez, no he sido un hijo pródigo.

Pero en gran medida la culpa también es tuya, o de esa equivocación que llamamos fama o éxito. Buscaste inspiración en lo más recóndito de nuestra provincia y paradójicamente te volviste el colombiano más universal, el lugar común, el único que podría enfrentar y derrotar a ese otro colombiano universal que marcó el nombre de nuestro país con la marca del crimen y el asesinato. De un lado el crimen; del otro el realismo mágico; y en el medio un grupo de escritores (los nacidos en los años 70) que debíamos escoger un camino.

Un lector no está obligado a escoger entre diversas tradiciones literarias, pero un escritor tal vez en algún momento decisivo tiene que hacer una elección, tiene que vincularse a una determinada familia. Y yo siempre tuve una tendencia a valorizar lo marginal, lo menos conocido o lo excéntrico. Por eso cuando mis amigos brasileños me preguntaban por escritores colombianos que admiraba yo les recomendaba a Héctor Rojas Erazo, a Andrés Caicedo, a Marvel Moreno, a Rafael Chaparro, a Fernando Vallejo, a Tomás González… y nunca mencionaba a García Márquez. Y no era necesario hablar de él, su nombre ya estaba en todas las bocas, su imagen se repetía como un slogan, su nombre estaba totalmente unido al nombre de Colombia y de la literatura colombiana. Uno de los problemas de tener un gran escritor en un país periférico es que su reconocimiento mundial acaba por apagar con un gesto la diversidad de años de tradición.

Pero, de nuevo, la culpa no es tuya García Márquez. La culpa es de la fama, de los periódicos, de la publicidad, de la superficialidad de tantos lectores (y algunos escritores) apresados que redujeron la cualidad y complejidad de tu obra a algunas mariposas amarillas, hipérboles fantásticas y fantasmas. Y que de paso redujeron la complejidad de América Latina a una imagen mágica y maravillosa de tipo exportación. La imagen perfecta para ese lector europeo o norte-americano que confirmaba con esa literatura su idea de un otro latinoamericano radicalmente diferente y, en cierta medida, todavía bárbaro.

Es esa imagen, a pesar de todo, lo que te ha vuelto un clásico. Borges se preguntaba por la extraña gloria parcial de Quevedo y en su intento de respuesta llegaba a la conclusión de que Quevedo no habría encontrado un símbolo que se apoderara de la imaginación de los lectores. Sófocles tiene un rey que descifra enigmas, Dante los nueve círculos del infierno, Cervantes a Don Quijote y Sancho, Melville la enorme ballena blanca y Kafka sus sórdidos laberintos. García Márquez creó a Macondo y la potencia de ese símbolo se diseminó por el mundo influenciando la imaginación de lectores y escritores de diversas tradiciones. En los años setenta y ochenta los límites de Macondo se expandieron por geografías ficcionales tan distantes como las de Salman Rushdie, Kenzaburo Oe, Thomas Pynchon o Haruki Murakami (como ya lo hacía notar Carlos Rincón en su excelente libro Mapas y pliegues).

Si por un lado el realismo mágico podría ser usado como un lente de visión reductor y estigmatizado de América Latina, por otro la potencia e influencia de ese símbolo y de los mecanismos narrativos que el arte de García Márquez diseminó por el mundo, contribuyeron a socavar antiguas jerarquías norte-sur, invirtiendo los términos de una constante ruta de influencias e imposiciones.

La capacidad fabuladora de García Márquez y la perspicacia de algunos de sus mecanismos narrativos, colocaran en su momento su obra como una salida posible para el impasse de la literatura moderna. En palabras del escritor norteamericano Donald Barthelme, García Márquez “proporcionó una respuesta a la pregunta sobre lo que era posible después de Beckett”.

Por algo de esto García Márquez estaremos en deuda.

Perdóname por haberte abandonado y descansa en paz.

 

* Agradezco a Pedro Amaral por la lectura y comentarios.

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