Hace un tiempo pensé en escribir un ensayo sobre algunas novelas que me parecían perfectas para leer en tránsito hacia algún lugar: en el metro, en el ómnibus, en el avión. Creo que la idea inicial apareció cuando leía las novelas cortas de Alejandro Zambra en el recorrido del metro que me llevaba todos los días de mi casa, en el norte de la ciudad, hasta la universidad en el sur. Pero el concepto se podría extender a muchas otras novelas, algunas de Aira, por ejemplo, o novelas cortas de Levrero como “El discurso vacío” y “Diario de un canalla” o un libro como “Mudanza” de Mo Yan, que leí alguna vez sin parar en un vuelo de Rio a Bogotá.
Pienso en una literatura, quizás superficial, leve, pero al mismo tiempo muy intensa. Como si en estos casos la intensidad no pasara por una capa densa de lenguaje, o de descripciones detalladas o de profundas reflexiones y análisis psicológicos. Hay una economía en estos libros que parecen un disparo certero hacia una zona sensible del espíritu del lector.
Nunca escribí el posible ensayo sobre las novelas para leer en el metro. Pero retomé la idea después de leer, en las tres horas del vuelo que me traía de Buenos Aires el último final de semana, la novela de Mauro Libertella, Mi libro enterrado(2013). Una novelita que no supera las 80 páginas en las que Libertella narra los momentos finales de la vida de su padre, el también escritor y crítico literario, Héctor Libertella (1945-2006).
Así comienza el libro: “Mi padre murió hace cuatro años, un mediodía de octubre, en su departamento de dos ambientes en el que ahora vivo yo. Me acuerdo de ese momento con especial nitidez, porque unos segundos antes de que dejara de respirar supe que a la cuenta regresiva le había llegado, literalmente, su último suspiro. Fue un instante al mismo tiempo suave y dramático: yo arrodillado en el piso, él acostado en su cama, inconsciente hacía horas”.
Los capítulos no ocupan más de dos o tres páginas y en todos ellos parece que se repitiera esa consigna inicial: instantes al mismo tiempo suaves y dramáticos. Un delicado equilibrio entre el pasado del padre visto a través de la mirada presente del hijo. A lo largo del relato terminamos por saber algunos detalles de la vida íntima de Héctor Libertella como su alcoholismo crónico – que lo llevaría finalmente a la muerte; o la manera en que preparaba sus libros, componiendo desde el cuerpo del texto hasta las solapas y la contra capa, inclusive poniéndole dos tapas de cartón al manuscrito y abrochándolo. “No sólo le gustaba escribir libros” dice su hijo, “le gustaba hacerlos”. En los últimos años de vida parecía que había decidido una especie de “suicidio a cuotas”, como diría uno de sus amigos, encerrado en su apartamento, escribiendo sus “obras completas”, bebiendo sin control.
Pero lo que finalmente se impone en Mi libro enterrado, como en los libros del género, “la muerte del padre”, es la aparición de una voz distinta, “trayendo del pasado la historia del padre, aparece la voz del hijo”. El propio autor lo reconoce en uno de los fragmentos más auto-reflexivos de la novela en el que se hace referencia al carácter general de este tipo de relatos: el trabajo del duelo por la escritura, la proximidad con el psicoanálisis en términos de efectos, el cruce de temporalidades del relato.
Aunque el texto no tiene el tono de un ajuste de cuentas, inclusive diría que el relato del hijo es condescendiente con el sufrimiento que pudo haber causado para su familia el alcoholismo de su padre (para su madre, para su hermana, para él mismo). “A mí esos años terribles me provocaban contradicciones profundas” dice. Todavía influenciado por una idealización de la vida literaria estilo beatnik, a veces el hijo ve a su padre como un tipo de bohemio sobreviviente. Pero cuando los efectos del alcohol y de sus nada saludables hábitos de vida – podía pasar varios días sin probar bocado, solamente con su “graduación etílica mínima” – le muestran el lado vulnerable del cuerpo de su padre, el ideal de la bohemia se cae a pedazos ante la mirada impotente del hijo.
En la medida en que retoma algunos de los momentos, banales o dramáticos, que su memoria rescata de la relación filial, el hijo también reconstruye su biografía literaria que está, por supuesto, fuertemente vinculada con su padre. A los 23 años Libertella padre había publicado su primera novela y saldría vencedor del premio Paidós (se trataba de El camino de los hiperbóreos en 1968). Libertella hijo tiene 23 años cuando muere su padre, y sólo tras su muerte, logra escribir su primera ficción, un cuento que titula justamente Duelo, sobre un hombre que trabaja como bibliotecario en un hospital.
Enfermedad, literatura, duelo, un triángulo que también podría servir de subtítulo para Mi libro enterrado. Escribe Libertella hijo: “A los veintitrés él tuvo su primera novela y yo tuve su muerte”.
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