He tenido a lo largo de mi vida dos pasiones fundamentales: el fútbol y la literatura. Ambas me ayudan a encontrar un sentido para la existencia o por lo menos a olvidar por momentos la incertidumbre y las dudas metafísicas que me persiguen a diario, para instalarme en un espacio paralelo, un mundo que está más allá de la realidad inmediata, una suspensión de la cotidianidad y del acompañar los segundos hacia la nada. En ambos espacios puedo encontrar la felicidad, aunque a veces sea una felicidad frágil y pasajera, pero también la tristeza y la decepción. Un buen libro como un buen juego me dejan en un estado eufórico y casi místico. Una imagen de una novela, una frase, un diálogo inteligente, así como una pared en la entrada del área grande que termina en gol o un pase perfecto desde la mitad de la cancha que deja al delantero mano a mano con el arquero, pueden conducirme a momentos de iluminación o epifanía. Pero una mala novela, o un gol en el último minuto que elimina a mi equipo de La Libertadores suelen dejarme deprimido y con una rabia profunda que me carcome las entrañas y que tarda buen tiempo en desaparecer.
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