El arte de la biografía es el arte de lo imposible, pues ninguna vida puede ser en efecto contada. No le queda al biógrafo otro camino distinto al de elegir ciertos rasgos, algunos grandiosos y épicos, otros banales y simples, para armar una secuencia de momentos construida al azar con algo que se parece mucho a los restos de un naufragio. Los instrumentos de los que se vale el biógrafo son variados: testimonios, cartas, entrevistas o documentos. Fuentes que en principio podrían dotar la biografía con un alto grado de veracidad. Pero ¿quién nos asegura que las cartas no son apócrifas, que el testimonio se aferra a los hechos, que quien habla no mezcle en sus recuerdos lo que fue con lo que quería que fuese, los hechos con su deseo? A pesar de todo, la biografía, real o imaginaria, pretende darle un orden y una coherencia a esa confusión nebulosa que a veces llamamos vida, existencia o simplemente ser. Su función consiste quizás en buscar un sentido, aunque sea pasajero e inútil. Y su belleza en revelar los pequeños gestos que definen la singularidad de un invididuo, sea este héroe o villano, tirano o mártir, como lo dijo e hizo Marcel Schwob en aquellos lejanos días de 1896.
La oreja de Holyfield
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