En mayo de este año el diario O Globo de Rio invitó un grupo de escritores latinoamericanos a rendirle un homenaje póstumo a García Márquez. La propuesta era escribir un relato basado en un argumento o personaje de Gabo y situarlo en Brasil. Yo escogí El coronel no tiene quien le escriba y este fue el resultado:
El coronel en su laberinto
El coronel despertó con un dolor intenso al lado izquierdo del pecho. Pensó en llamar una ambulancia, pero al instante se arrepintió. “Mejor morir ahora mismo y no prolongar más esta espera”. Sin embargo, pasados algunos minutos el dolor fue haciéndose más leve hasta casi desaparecer por completo. El coronel se levantó de la cama y fue a la cocina. Estaba apenas amaneciendo. Los primeros rayos se filtraban por las persianas de madera de la sala de su apartamento formando algunas líneas de sombra sobre la alfombra.
“Amar la patria, preservar las instituciones, amar al Brasil”. De improviso las palabras se repetían en su cabeza mientras raspaba el fondo del tarro del café. Pero parecían perder su sentido original. Eran como un zumbido que retumbaba en sus oídos y que le impedía escuchar los sonidos de la ciudad que poco a poco iban creciendo afuera.
Terminó de preparar el café y fue a sentarse en una silla del balcón. Desde allí podía ver el rio que arrastraba algunas ramas y troncos y desperdicios arrojados al agua por la tempestad de la noche anterior. “Nosotros desbaratamos todas las organizaciones subversivas”. Parecía que tuviera una grabadora en el cerebro que repetía aquellas frases sin que pudiera controlarlas.
La taza de café temblaba en su mano derecha. El coronel tenía la mirada perdida en el agua que corría abajo y aquella repetida sensación de angustia poco a poco subía desde su vientre y se le acumulaba en la garganta impidiéndole casi respirar. “Obedecía órdenes, siempre intenté ser un buen oficial, no podía elegir las misiones, cumplía órdenes”. Ahora era su propia voz la que escuchaba en su cabeza como un mantra.
De repente pensó en su esposa. Recordó con precisión los pequeños orificios que se hacían en sus mejillas cuando sonreía. Su esposa lo entendía. Su esposa sabía decirle las palabras necesarias para aplacar la angustia. “Era otra época. Hiciste lo correcto. Todos hicimos lo correcto”. Pero su esposa ya no estaba allí. Ahora él estaba solo.
El coronel había estado en paz hasta el día que aquel viejo apareció de improviso en su puerta. Al principio pensó que se trataba de un mendigo. Después comprendió quién era cuando, sin mediar preámbulos, lo llamo de asesino. El coronel fingió no entender nada pero el rostro desfigurado de dolor de aquel viejo se le quedó grabado en la mente y desde entonces lo atormenta.
Aquella noche el coronel soñó con el viejo convertido en una especie de ángel vengador que salía del infierno y lo llamaba. “Llegó la hora, coronel”, le decía el espectro. Y el coronel corría en medio de un bosque sintiendo que las balas le rozaban el cuerpo. Corría y corría por un bosque que parecía no tener fin y que se iba haciendo cada vez más oscuro, hasta llegar a un punto donde no había nada más. No era un precipicio, ni una montaña, ni una roca inmensa. Simplemente no había nada. A partir de ese día la pesadilla con el viejo se repetiría con frecuencia haciendo que el coronel despertara sudando y sintiendo que le faltaba el aire.
“La verdad”, se decía el coronel aun sentado en el balcón de su apartamento mirando fijamente los cuerpos arrastrados por la corriente, “¿a quién carajos le importa la verdad? ¿Cuál es la verdad?”. Pensó que Paulo tenía razón y que la verdad era como un retrato hecho en blanco y negro. Un buen retrato tiene que tener ese contraste. Si el hijo del viejo se hubiera quedado con su esposa y sus hijos, nada de eso habría pasado. Cumplimos nuestro deber y si la historia se repitiera volveríamos a hacerlo.
El coronel bebió de un sorbo lo que quedaba en la taza. Lentamente se levantó, caminó hasta la cocina y la dejó junto a los platos sucios del día anterior. Fue a su cuarto y abrió el viejo armario de madera. Al fondo, en el costado derecho estaba su traje de gala. Lo sacó, le sacudió el polvo y lo extendió sobre la cama. Se quitó la pijama y entró al baño. Mientras se duchaba algunas frases volvían a su mente como descargas: “No éramos sólo nosotros, eran todos los servicios de informaciones… el servicio secreto americano, el servicio secreto inglés, el servicio secreto israelí… fue por un acaso del destino que terminé en ese curso de inteligencia… la tortura es el mejor medio para llegar a la verdad…”
El coronel cerró la ducha y mientras se secaba frente al espejo tuvo una extraña visión. En vez de ver su rostro, la barba gris crecida y en desorden, la pequeña cicatriz junto a la ceja izquierda, el espejo le devolvió la cara del viejo que lo miraba fijamente a los ojos y pronunciaba la palabra asesino.
El coronel sacudió la cabeza con fuerza y salió del baño. Terminó de secarse junto a la cama y se colocó su uniforme. Tuvo miedo de volver a mirarse en el espejo y no reconocer su propio rostro. Sacó la pistola que guardaba en el cajón de su mesa de noche y salió del cuarto.
Fue a sentarse en la silla del balcón frente al rio sosteniendo la pistola en su mano derecha con la firme convicción de que ya no era más un coronel retirado del ejército sino un viejo triste y solitario que al fin, después de cuarenta años, vengaría la muerte de su hijo.
Pd: La publicación original en portugués puede leerse aquí.
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