A mi hijo
No soy muy bueno para soportar el dolor. Mi mujer sí. En el momento del parto me sorprendió su valentía y capacidad para soportar el dolor. Cuando empezaron las contracciones, como a las 12 de la noche, tranquilamente me llamó y me lo dijo como si fuera algo rutinario. Yo estaba en el patio tomándome un whisky y leyendo los Diarios de Kafka. Tuve que dejar la lectura y acompañarla a hacer una serie de ejercicios que nos habían enseñado, ayudarle a respirar profundamente y decirle estúpidas palabras de apoyo como “todo va a salir bien”, “no te preocupes”, etc., mientras le tomaba la mano o le hacía unos masajes en la espalda que había leído en algún manual. Cuando las contracciones se aceleraron, como a las 3 de la mañana, salí corriendo por el auto que estaba estacionado a una cuadra de nuestra casa porque nuestra casa era pequeña y no tenía garaje. La calle estaba desierta y oscura y yo caminaba rápidamente con miedo de que en cualquier momento me sorprendiera una banda de atracadores y me robaran y me golpearan e incluso me mataran a esa hora de la madrugada y arrojaran mi cadáver a una zanja junto a la calle, dejando a mi futuro hijo huérfano horas antes de nacer. Pero no apareció ninguna banda de atracadores, ni un solo ladrón, ni un perro o un gato. No había nada. Tan sólo un tipo asustado y nervioso casi corriendo en esa calle oscura. Saqué el auto y recogí a mi mujer y nos fuimos para el hospital. Cuando llegamos eran las 4 de la mañana. En la recepción una funcionaria malhumorada nos dijo que teníamos que esperar. “Mi mujer está en trabajo de parto”, le dije, subiendo un poco la voz. “Tienen que esperar un momento, acabaron de trapear el piso y no se puede pasar”. Me quedé mirándola y tuve ganas de darle un puño en la cara. Pero mi mujer me contuvo y me dijo que no había problema, podíamos esperar un momento. Por fin entramos a una pequeña sala donde dos médicos jóvenes examinaron a mi mujer, primero uno y después el otro como si estuvieran practicando. Nos dijeron que estaba en 5 de dilatación y que todavía no podíamos subir a la sala de parto porque estaban todas ocupadas. Al parecer había luna llena y a todas las malditas embarazadas de la región les había dado por parir. Nos pasaron a una sala aún más pequeña, al lado de una mujer que se quejaba sin parar con un gemido continuo y desesperador que me estaba volviendo loco. Mi mujer se puso los audífonos que había llevado previendo este tipo de situación y escuchaba su música. Continuaba calmada y llevaba el dolor de una manera ejemplar. Yo seguía allí, a su lado, dándole la mano y repitiendo las estúpidas palabras de apoyo. Más tarde llegaron más embarazadas y nos volvieron a cambiar de sala. Esta vez a una sala un poco más grande pero con otras tres embarazadas que se revolcaban en unas camillas pequeñas y que se quejaban todas al mismo tiempo. Yo trataba de pensar en otra cosa para no volverme loco y empezaba a maldecir el día en que me había metido en esto. Una de las mujeres a nuestro lado estaba acompañada por un tipo altísimo y con cara de buena persona del que me hice amigo a lo largo de esa tortuosa mañana. Era el esposo de la mujer que emitía aquellos gemidos desesperadores. La otra mujer estaba sola. Tuve que ayudarla varias veces pasándole algo que necesitaba o llamando a las enfermeras para que la vieran. Tal vez el padre de su hijo ni siquiera sabía que ella estaba ahí o no le importaba. Sentí lástima y rabia, pero no culpé al tipo, a lo mejor yo también hubiera hecho lo que fuera para no tener que estar allí, en ese maldito hospital, rodeado de mujeres que se quejaban y se revolcaban, de médicos y enfermeras con caras de hastío que les importaba un comino la salud de sus pacientes y de los futuros seres humanos que serían engendrados esa mañana y que vendrían a enriquecer el mundo con sus enfermedades y lloros y gritos y a sus padres con las angustias financieras para poder mantenerlos y con el permanente miedo a la muerte que desde que nacen se nos instala en medio del pecho como un cuchillo que con frecuencia nos impide respirar. Como a las ocho de la mañana otro médico joven y después una doctora bonita pero nada amigable volvieron a examinar a mi mujer y nos dijeron que ya era hora de subir a la sala de parto. Una enfermera apareció con una silla de ruedas y nos llevaron en un ascensor hasta el tercer piso. Para ese momento los dolores de mi mujer habían aumentado en forma considerable y ella no manejaba el dolor tan bien como al principio, clavándome las uñas en el brazo y gritando obscenidades en español y en portugués o soltando de vez en cuando frases como “¡Nunca más, nunca más!”, o “¿por qué Dios mío, por qué?” mirándome fijamente y con odio a los ojos. Cuando llegamos al tercer piso la sensación fue como pasar del infierno al paraíso. Entramos a una sala inmensa, en silencio, con aire acondicionado, con varios doctores y bonitas doctoras pendientes de nosotros y con varios equipos imponentes que, aunque no teníamos la menor idea de que para que servían, por lo menos daban una sensación de seguridad y conforto. Mi mujer pidió un poco de anestesia y noté un cambio en su aspecto, aunque ella me diría después que no sintió ningún efecto. Como una hora después la doctora la examinó y dijo que estaba listo, que había llegado el momento. Pasamos a una silla especial para el parto y ahora sí nuestro futuro primogénito estaba a punto de salir a este horroroso mundo. Mi mujer comenzó a hacer fuerza y yo pude ver una pequeña cabecita redonda llena de pelos que se asomaba por su vagina. La doctora gritaba puja, y yo gritaba puja que ya sale, y las enfermeras gritaban puja que ya sale, y yo no sabía de donde había salido tanta gente que esperaba a mi hijo como si fuera una estrella de cine a punto de salir de su hotel. Como a la tercera pujada mi hijo salió disparado por la vagina soltando un chorro de sangre que asustó a la doctora que lo recibió en brazos. Nunca había visto tanta sangre junta y si no me hubiera preparado debidamente para el parto o dado mi carácter un poco indiferente, creo que me hubiera desmayado allí mismo, lo que hubiera sido un tanto vergonzoso y complicado. Los médicos y las enfermeras aplaudieron y nos felicitaron. Después me pasaron unas tijeras para que cortara el cordón umbilical, un ritual de la separación entre mi hijo y su antiguo hogar y el hecho definitivo que marcaba su bienvenida a este mundo. La doctora puso a mi hijo sobre el pecho de mi mujer y yo me acosté a su lado. A pesar de la sangre y una película blanca y pegajosa que lo rodeaba sentí una gran emoción al tocar a mi hijo por primera vez y estuve a punto de llorar. Después otra enfermera se lo llevó a una sala al lado y a mi mujer la pasaron a la camilla para coserla pues él había salido con mucha fuerza dejándole la vagina más abierta de lo que nos gustaría. Una enfermera me dijo que ahora me tenía que ir y que podía volver más tarde en el horario de visita para verlos. Salí de allí y me encontré al tipo alto con cara de buena persona. Me felicitó por el parto y me dijo que a su mujer habían tenido que hacerle cesárea porque la niña estaba muy grande y no había podido salir por vías naturales. Días después vi a la niña y realmente parecía un monstruo. También lo felicité y me fui de allí sintiéndome muy extraño. Ahora era padre. Ahora tendría que volverme un tipo serio y responsable. Ahora tenía un hijo para sustentar. Eso pensaba entonces pero no me volví más serio ni más responsable. Tan sólo ando más cansado y duermo menos. Mi hijo me ha dado mucha felicidad y al mismo tiempo no faltan las ocasiones en que me arrepiento de haberlo tenido y me arrepiento de haber perdido la poca libertad que había conseguido con tanto esfuerzo y empeño. Pero no importa, asumo mi responsabilidad, asumo este nuevo cambio en mi vida como lo he hecho antes con otras cosas y lo hago bien y trato de ser un buen padre y de darle todo el amor a mi hijo porque él no tiene la culpa, él no pidió que lo trajeran a este mundo infame y despiadado, así que yo trataré de darle todo el amor que pueda hasta que él mismo se de cuenta del error y me maldiga y me deje, algo que tendré que entender y aceptar cuando llegue el momento y le diré “hijo perdóname, no sabía lo que hacía, he vivido toda mi vida sin saber lo que hago o por qué o para qué, pero tú no tienes la culpa”. “¿Entonces de quién es la culpa?”, probablemente me preguntará mi hijo, y yo no sabré qué responderle aunque tal vez llegue a pensar que la culpa es de Dios por habernos creado y abandonado a nuestro libre albedrío, lo que ha llevado a la humanidad a la guerra, al asesinato y a la destrucción del planeta y que nos haya dejado solos sin saber para qué estamos en este mundo, si es que hay alguna razón o simplemente debemos aguantar el paso del tiempo como lo hace una piedra en medio del desierto.
Mono muy buena la descripcion. La vida es dificil pero no es culpa de nadie en espacial, sino de todos.F elicitaciones y buena suerte. Rafael
Date: Mon, 13 Jan 2014 19:42:35 +0000 To: ragulo5@hotmail.com