Cuando el crítico literario de La Mañana, Mario Ramos, acabó de leer el artículo de su colega Carlos Zambrano, aparecido en la última edición dominical, sintió que por fin todo había terminado. A pesar de las duras críticas de su antiguo compañero y amigo, Mario se sintió aliviado. Inclusive algunas lágrimas aparecieron en sus ojos y se deslizaron por sus mejillas, mojando las hojas del periódico que mantenía sostenido con ambas manos.
Ramos estaba sentado en su estudio y de vez en cuando levantaba los ojos para mirar por la ventana la leve llovizna matutina que comenzaba a caer sobre el parque donde algunos de sus vecinos sacaban a pasear sus perros. Y Ramos, mientras avanzaba en su lectura, se debatía entre la alegría y la vergüenza. Sabía que el tormento de los últimos años estaba terminando, pero también no podía dejar de sentir que su carrera acababa de una forma terrible, de una forma que el nunca imaginó y de la cual no podía sentirse orgulloso.
El artículo de Zambrano, titulado irónicamente ¿El final de un crítico? (así, entre signos de interrogación que quizás pedían una respuesta o un último movimiento), haciendo gala de educación y diplomacia académica, comenzaba elogiando el trabajo de Ramos, haciendo énfasis especial en sus primeros ensayos. “Su erudición”, escribe Zambrano, “el manejo transparente de sus fuentes, y su habilidad para construir un discurso articulado y creativo colocó a Mario Ramos en los primeros lugares de la nueva crítica del continente”. Zambrano hacía otras consideraciones sobre la potencia intelectual de Ramos y sobre sus famosas polémicas teóricas de los años ochenta.
Pero después de estos elogios de rigor, Zambrano atacaba sin piedad el trabajo de su colega tildándolo, entre otras cosas, de anacrónico, obscurantista e inclusive, malintencionado. Para Zambrano, los artículos publicados por Ramos en los últimos años, carecían de coherencia teórica, así como sus interpretaciones críticas le parecían completamente alejadas de una lectura atenta de los textos. “Parece”, escribe Zambrano, “que Ramos hubiera olvidado el instrumental y la habilidad que lo acompañó, de forma brillante, durante tanto tiempo”. Aunque no lo decía de forma directa, Zambrano insinuaba que su colega se había quedado atrapado en el pasado y que era incapaz de enfrentar los desafios que planteaban las nuevas literaturas.
Con una rigurosidad que a Ramos le pareció un poco exagerada a pesar de todo, Zambrano destruía uno a uno sus argumentos y dejaba al descubierto una serie de estrategias discursivas usadas y repetidas sistemáticamente en sus ensayos, mostrando que, en el fondo, los artículos publicados por Ramos en los últimos años tenían el mismo formato central con tan solo algunas variaciones dependiendo del autor analizado en cada momento.
La luz de la mañana invadía ahora el estudio. Un rayo de luz se proyectaba contra la pared frente al escritorio de Ramos iluminando de improviso sus diplomas y premios académicos. Ramos sonrió, pero casi al mismo tiempo tuvo una terrible sensación de angustia. Sintió que le faltaba el aire. Intentó gritar pero el grito se quedó atrapado en su garganta. Con esfuerzo se levantó de la silla y abrió un poco la ventana que daba al parque. El aire fresco le hizo bien. Poco a poco recuperó la calma y volvió a respirar de forma normal. Me estoy enloqueciendo, pensó Ramos, estoy cansado y viejo. En ese momento escuchó la voz de su esposa que lo llamaba para desayunar. Ya bajo, gritó Ramos. Dobló el periódico lentamente y lo colocó sobre el escritorio. Abrió el cajón del lado derecho, sacó la pistola y la puso junto al periódico. Después miró hacia la esquina del estudio donde se acumulaban, en una inmensa columna que llegaba casi hasta el techo, los libros analizados durante los últimos años.
Mi carrera está acabada, piensa Ramos. Luego observa la pistola que brilla por un instante sobre el escritorio de madera y piensa si realmente vale la pena volarse la tapa de los sesos.
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