Es abril y acabamos de mudarnos. El nuevo apartamento está en un viejo edifício de la Rua Joaquim Murtinho, cerca a los arcos de la Lapa. Es posible llegar en bonde – está justo al lado de la primera estación, pasando los arcos – o caminando desde la Rua Mém de Sá o la Riachuelo. Al lado izquierdo de la calle hay un enorme portón de hierro con una placa borrosa encima que tiene los restos del número 71 y después unas escaleras largas y empinadas que parecen llegar hasta el cielo.
Desde las ventanas del cuarto y del estudio es posible ver la catedral metropolitana – una construcción en forma de cono invertido que en las noches, gracias a los reflejos de algunas luces de colores que se proyectan desde la parte inferior, parece una inquietante nave espacial; la torre del reloj de la Central de Brasil; un anuncio enorme de L’Oreal con el rostro de una mujer de labios gruesos y sensuales alumbrado con potentes reflectores; y a lo lejos, un poco a la derecha, la bahía de Guanabara.
Hay un almendro que da un poco de sombra y que sirve de casa a un grupo de pájaros amarillos que cantan en las mañanas y a unos micos pequeños de orejas blancas que se pasean por sus ramas. Durante el día y la noche, la brisa entra por las ventanas, sigue por el corredor, da una vuelta en la sala y vuelve a salir por el patio, desde donde vemos a nuestros vecinos en sus tareas cotidianas: lavar ropa, cocinar, oir música, fumar.
Me levanto de la cama, pero no tengo ganas de hacer nada. Mi mujer salió temprano a su trabajo. Es una mañana fresca. El almendro ha perdido casi todas las hojas. Doy una vuelta por la casa y decido acostarme en la hamaca roja de la sala. Me impulso un poco con el pie derecho contra la pared que necesita pintura nueva. Debería leer algunas cosas para la clase del jueves: un cuento de Hoffman y una novela de Lobo Antunes. Pero me da pereza.
Hace un poco de frío. Voy al cuarto por una sábana y vuelvo a acostarme en la hamaca. Ahora estoy más confortable. En realidad, debería levantarme a escribir, trabajar en los cuentos, hacer alguna cosa productiva; pero mis músculos no responden, no puedo moverme. De repente, con una fuerza que no logro controlar, empiezan a cerrárseme lentamente los ojos. Hago un esfuerzo por resistir, pero la presión es inmensa. Al mismo tiempo, pienso que no puedo volver a dormirme, tengo muchas cosas que hacer. El sentido de responsabilidad lucha contra la fuerza de la inutilidad. No hacer nada. Eso es lo que quiero en el fondo de mi ser. Quedarme aquí, quieto, adormilado al compás de la hamaca y la brisa que entra por la ventana de madera. Pero me siento mal, ¿y si me quedo dormido y mi mujer llega y me encuentra? Pensará que soy un vago irresponsable que no quiere hacer nada en la vida y que solamente quiere vivir de la beca. No, a lo mejor no piense nada de eso. Ella sabe que no es cierto, ¿o sí?
Malditos dilemas morales. Seguramente es mi propio inconsciente el que me dice esas cosas para no dejarme dormir. Si tan solo pudiera ser un poco más tranquilo. A veces envidio a los que no hacen nada y no les preocupa lo que piensen los demás. ¿Quién dice que deberíamos hacer alguna cosa? Al fin y al cabo todo es una construcción histórica ¿no?, estamos atrapados en el sistema. ¿Por qué no vivir en el bosque y alimentarnos de la propia naturaleza? Pero en el bosque no hay cine, ni agua caliente, ni Ron Viejo de Caldas, ni música de Charly; no hay librerías, y me podría morder algún animal venenoso e infectárseme la herida… Además ¿de qué puto bosque estamos hablando, si ya no queda ninguno? Ah!, si tan sólo pudiera encontrar el equilibrio entre civilización y barbarie…
Me doy cuenta que van a ser las doce. Tengo que hacer el almuerzo. Tomo un poco de aire y me levanto de la hamaca. Voy a la cocina, saco una cebolla de la nevera y la pico. Coloco la cebolla picada en una olla con un poco de aceite y enciendo la estufa. Después agrego dos tazas de arroz, tres de agua y dos cucharadas de sal. Saco una zanahoria y un tomate de la nevera. Lavo la zanahoria, la pelo y la rayo. Corto el tomate en pedazos pequeños. En una taza exprimo medio limón, le añado aceite de oliva y azúcar. Junto la zanahoria rayada y el tomate y les agrego esta vinagreta artesanal. Corto un pedazo de carne y lo condimento con ajo, sal y salsa negra. Espero que el arroz esté listo. Me quedo concentrado en el humo blanco que se escapa por un lado de la olla y sale por la ventana de la cocina formando extrañas figuras contra el cielo. No pienso en nada más.
hola rafa, veo que le gusta escribir, un calido saludo
hola jassar, que bueno que esté por aquí, un abrazo
asi es nuestra vida en miles de ocasiones, puede ser clasificada como inútil por los perfeccionistas o buenos para nada, pero no creo que en la tierra exista un ser que no haya hecho locha en su vida. Me encanta su manera de escribir, en forma cotidiana y amena. felicitación.
hola Rafael, muy buena reflexion sobre la humanidad, veo que es lo mismo si te encuentras en Europa o en america latina… somos esclavos de este sistema, y por nuestra malasuerte resulta cada dia mas dificil «recordar» como se vivia antes, por miles de anos… me encantaria a mi tambien encontrar una forma de equilibrio entra barbarie y civilizacion… lo malo es que tambien nosotros caimos en los mismos errores…. cada dia…. en la foresta no hay cine es un muy buen ejemplo…
un saludo desde las tierras de medio… Gorizia
Alessandro