“La extrañeza está ahí, afuera de uno mismo,
en los paisajes, incluso en los animales”.
Elvio Gandolfo
El encuentro de dos eventos, en principio sin ninguna relación, el plan de escribir una novela llamada “El día” que contaría en detalle lo que le ocurre al protagonista en un día de su vida, y el descubrimiento fortuito de un documental de la BBC One sobre mantarrayas gigantes, le da el chispazo inicial a la narrativa de Gandolfo sobre lo que él denomina su “mundo privado”.
No es posible resumir lo que sería ese “mundo privado”, y es esa precisamente la búsqueda que el autor realiza a lo largo de las páginas de su novela. En el primer capítulo ese mundo privado se aproxima a la visión del aleph del famoso cuento de Borges. “Para sintetizar”, escribe Gandolfo, “todo el planeta Tierra por una parte, y después la totalidad del universo, en realidad estaban total y detalladamente en el interior de mi cabeza”.
Cuando el autor intenta describirlo para su grupo de amigos, disfrazado de un argumento para una novela, ellos lo remiten de inmediato al mundo de la ciencia ficción, a las ideas de Phillip K. Dick, un campo por lo demás que Gandolfo conoce bastante bien. Pero no se trata de eso. Ese mundo privado no es un mundo de ciencia ficción. No es fruto de una imaginación utópica o distópica. Es un mundo bastante común y cercano. Un mundo que está a nuestro lado aunque permanezca por mucho tiempo invisible y en silencio.
De qué manera se relaciona ese mundo privado con el mundo real y con la historia es uno de los temas que más le interesa a Gandolfo descubrir. Lo que lleva también a que su narrativa tome muchas veces la forma de una especie de autobiografía, donde los recuerdos o las zonas borrosas de su vida le sirven justamente para demostrar como se comporta ese mundo privado y como se relaciona con lo que llamamos el mundo real. Por algunos momentos, el propio autor no consigue distinguirlos, o al menos, persiste la duda sobre el espacio al cual diversos episodios, recuerdos o interpretaciones de la realidad pertenecen: si al mundo real o a su mundo privado.
Podemos intuir por su narrativa (ensayo, novela, autobiografía: poco importa) que todos llevamos ese mundo privado dentro de algún lugar de nuestro cerebro. Que algunos lo descubren más rápido, que otros quizás nunca lleguen a conocerlo. En el caso de Gandolfo el descubrimiento ocurre en su etapa adulta, aunque en ese momento se da cuenta también que su mundo privado siempre existió pero se mantenía oculto detrás de la conciencia, sin decir una palabra o proyectar alguna imagen. Fue justamente aquel encuentro fortuito entre el plan de la novela y el documental sobre las mantarrayas que súbitamente hizo con que ese mundo privado emergiera a la superficie desde las profundidades del ser. ¿Un momento de iluminación similar al satori budista?
Puede ser. Fue lo que yo mismo sentí al leer algunas páginas de “Mi mundo privado”. El mismo efecto que sentí con un libro suyo anterior “Ómnibus”, en el que también acompañamos una especie de investigación en torno a cuestiones en principio banales u ordinarias – los viajes en ómnibus entre Rosario y Buenos Aires – que poco a poco nos llevan hacia algo que el escritor ignora pero quiere comprender y es como si la propia literatura fuera el medio para la ampliación de la conciencia de la realidad lo que nos permite, sino plenamente, al menos, aproximarnos de su significado profundo. Allí quizás se vincula el proyecto de Gandolfo con libros como “La novela luminosa” o “El discurso vacío” de Mario Levrero, “Perla” de Roberto Videla o “Sobre cosas que me han pasado”, de Marcelo Matthey.
Libros que parecen responder a una pregunta que se hacía Georges Perec, en texto citado justamente por Gandolfo al final de “Ómnibus”: “Cómo hablar de esas cosas comunes, más bien cómo acorrararlas, cómo hacerlas salir, arrancarlas de la corriente en la que permanecen sumergidas, cómo darles un sentido, una lengua: que hablen finalmente de lo que existe, de lo que somos”.
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