Cachipay es un pequeño pueblo a 60 kilómetros de Bogotá, incrustado en las montañas que bordean la cordillera oriental de Colombia. Una de sus casas en medio al verde intenso alberga un inquilino famoso pero que, hasta hace poco tiempo, era casi un desconocido en el campo literario. Habiendo publicado su primera novela, Primero estaba el mar, en 1983, cuando trabajaba como mesero de un bar de salsa en Bogotá, las relaciones de Tomás González con la fama han sido esquivas y conflictivas. Etiquetas como “escritor de culto” o “el secreto mejor guardado de la literatura colombiana” rodean la mitología creada en torno a su nombre y su figura.
Flaco, alto, de barba blanca y espesa y mirada penetrante, González confirma en las pocas entrevistas realizadas su mínima afición por toda la parafernalia que comúnmente debe ir unida a la divulgación de sus libros. “Lo importante son los escritos, no el escritor” dijo en alguna ocasión. “La fama también puede arruinar la obra porque antes que escribir para profundizar se escribe para andar mostrando habilidades que podrían perjudicar el texto”. Cercano a gestos como los de Salinger, Thomas Pynchon o Rubem Fonseca, González se vincula con esa tradición de escritores que deciden optar por un relativo distanciamiento de los medios y el público.
Tomás González nació en Medellín en 1950, ciudad donde pasó su infancia y juventud. Comenzó estudios de Ingeniería Química que fueron abandonados después por Filosofía. La cultura vinculada con su tierra natal, Medellín y Antioquia de un modo general (la llamada “cultura paisa” en Colombia) aparece de manera central en las novelas que escribió en sus años de residencia en los Estados Unidos para donde emigró a finales de 1983: Para antes del olvido (1987), La historia de Horacio (2000), y Los caballitos del diablo (2003). Personajes vinculados al campo y las actividades rurales, familias numerosas y conflictivas, culto a la bebida y episodios de violencia conforman el magma de estas novelas, algunas de ellas derivadas de historias de su propia familia. Primero estaba el mar, por ejemplo, cuenta la historia de su hermano Juan que decide abandonar la ciudad para vivir cerca al mar en una región alejada del litoral caribe colombiano y acaba siendo asesinado en circunstancias un tanto enigmáticas. Para antes del olvido también se basa en historias familiares a partir de un diario dejado por su tío Alfonso González.
Además de las novelas mencionadas, durante su permanencia fuera de Colombia Tomás González publicó un libro de cuentos, El rey del Honka-Monka, y la primera versión de su libro de poemas, Manglares que tuvo una segunda versión publicada en 2006. Tras su retorno al país en 2002 publicó Abraham entre bandidos, una novela sobre el tema del secuestro y la violencia, ambientada en los años 50.
Hasta 2011 González aún permanecía como un autor para los happy few, un grupo pequeño pero fiel de lectores que reconocía la calidad de una propuesta literaria sólida y que compartía su nombre como una clave secreta entre miembros de una secta. En ese año las cosas cambiaron con la publicación de su novela La luz difícil (en portugués A luz difícil, publicada por la editorial Bertrand en 2013, con traducción de Joana Angélica d’Avila Melo). El libro se transformaría en su primer éxito de ventas y le daría una mayor visibilidad en el campo literario colombiano e hispano-americano. Con eso González dejaba de ser un secreto y pasaba a ocupar lugares de primera fila en el reconocimiento del público y la crítica. Pero eso no hizo que cambiara su postura en relación a la exposición pública de la figura del autor. Aunque su nombre dejara de ser apenas conocido por algunos, su imagen continúa lejos de los reflectores. En una entrevista publicada en la revista El Malpensante de Colombia, González se compara con dos de sus personajes, el pintor David de La luz difícil y León de Para antes del olvido: “Con ambos comparto la extrema desconfianza y relativo desinterés por la fama y por lo que llaman ‘la gloria’ […] Casi nadie se salva de las poses o de las imbéciles gafas oscuras. Jóvenes y viejos hacen el ridículo por igual”.
David es el narrador de La luz difícil, un pintor que tuvo que abandonar su arte porque estaba perdiendo poco a poco la visión. Volvió a su país después de residir en los Estados Unidos y, tras la muerte de su esposa, vive solo en una casa de campo rodeado de plantas y animales. Allí decide escribir su historia. Pero lo que leemos en La luz difícil corresponde solamente al capítulo dedicado a la muerte de su hijo, Jacobo, que decide quitarse la vida para acabar con el dolor físico producido por un accidente de tránsito en Nueva York que lo dejó parapléjico. La novela narra los momentos previos al suicidio asistido de Jacobo aproximando el lector al sufrimiento de su familia y amigos íntimos y también a los pequeños momentos de alegría, amor y solidaridad posibles en medio a la tragedia. Según el propio autor, la novela sería “un estudio sobre el sufrimiento y la superación del sufrimiento”.
¿Es posible describir el dolor? Jacobo y su amigo Michael, también parapléjico, buscan infructuosamente metáforas para hacerlo: “Es como si agarraran un serrucho y me empezaran a serruchar despacio la pelvis […] Y a veces es como si mis piernas estuvieran congeladas y al mismo tiempo envueltas en tizones encendidos […] O como si le hubieran dado un puñetazo perpetuo en el estómago” (p. 76). Las descripciones de los jóvenes parecen llegar al límite mismo del lenguaje, allí donde las palabras se vuelven inútiles.
Toda la obra de Tomás González parece indicar esa imposibilidad del lenguaje para expresar el dolor y el sufrimiento. En algunas ocasiones esa imposibilidad va al encuentro de las potencias de la naturaleza, en otras al encuentro de la violencia y lo trágico. La naturaleza es central en su obra, no sólo como telón de fondo de sus historias sino como fuerzas que irrumpen en la narrativa y que permiten por instantes cierto ultrapasar de límites: el mar, la selva, los jardines, o algunos animales domésticos generan encuentros y momentos de epifanía de los personajes, frecuentes en sus relatos y novelas.
La pintura de un ferry abandonado cerca a la playa, desgastado por la fuerza de las olas se torna la obsesión de David en los momentos en que su hijo se aproxima de la muerte. La búsqueda de esa luz difícil que permita plasmar en la tela del cuadro la potencia de la imagen en la que se mezclan la naturaleza y lo artificial: “la luz que contiene a las tinieblas, a la muerte, y también es contenida por ellas” (p. 61). Es esa luz difícil la que da título al libro. La pintura entonces surge como defensa de la muerte y le permite a David hacer comparaciones con Goya y El Bosco, en el sentido en que la harmonía del mundo no se pierde ni siquiera en los momentos de peor horror.
Al contrario de lo que pasa en una obra como la de su coterráneo Fernando Vallejo, en la cual hay una lucha y una intranquilidad permanente ante la muerte y el envejecimiento que se traduce en una prosa rabiosa, impulsada por el odio, en el caso de González parece imponerse una cierta aceptación de la muerte y la adversidad, que se traduce en una prosa serena, contenida y delicada.
Una de las epígrafes de La luz difícil pertenece al poeta budista Lin-Chi: “El mundo es inestable como casa en llamas”. González es practicante del budismo zen y de diversas formas la práctica se manifiesta en su literatura. Tanto en el sentido de configurar una cierta filosofía para el conjunto de su obra y algunos de sus personajes, como también en la propia materialidad de su escritura, en la sobriedad de su prosa que consigue, a fuerza de economía y substracción, hacer vibrar el lenguaje con una intensidad inusitada. Tal vez la misma intensidad que se manifiesta en su obra en la atención a los pequeños detalles: el reflejo de la luz sobre un rostro, un cuarto en silencio, el canto de un pájaro, los matices de colores de una planta en el jardín.
Después de La luz difícil, González ha publicado dos novelas Temporal (2013) y Niebla al mediodía (2015), y un libro de cuentos El lejano amor de los extraños (2013). Continúa viviendo en su casa de campo. Continúa desconfiando de la fama.
* Esta reseña fue publicada originalmente en portugués en el Jornal de Literatura Rascunho de Curitiba, en la edición de agosto de 2015.
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